13 de marzo de 2009

Memoria irrecuperable


Llegué a México muy pequeño, aún sin cumplir un año. Vine con mi madre, mi tío y mis abuelos maternos. Desembarcamos en Veracruz como desplazados tardíos de la Guerra Civil española. Desde entonces, el exilio y la orfandad han estado siempre presentes en mi vida; la falta de un padre y de una patria en sentido estricto, así como el temprano alejamiento de mi madre que se marchó a Guatemala dejándome al cuidado de mis abuelos, marcaron, sin duda, mi carácter. Crecí tratando de recuperar algo perdido, algo que todavía me impide ligarme plenamente a un lugar y que aún me produce sensaciones de aislamiento e inseguridad. Como muchos, percibo la patria como el sitio donde descansan nuestros muertos, y por ello, alguna vez temí vagar eternamente entre sombras extrañas. Me alivia de esa angustia, una vital, incrédula e irreverente actitud existencialista adoptada en mis años de formación, y, ahora, por la inexorable y triste razón de que ya son varias las pérdidas familiares que suma mi vida en esta tierra mexicana.

Cualquier exiliado “con memoria” anhela volver a lo que dejo. Yo no puedo sentir eso, es imposible añorar una realidad que no conocí. Como otros hijos de refugiados, mi memoria es irrecuperable. Provengo de una generación que me heredó una nostalgia radical que se refleja en mis actitudes y pensamientos, como por ejemplo, en el convencimiento de la imposibilidad de trascendencia (sin raíces claras, no puede esperarse un futuro claro), idea dura de aceptar para cualquier artista. Sin embargo, yo asumo sin ningún problema mi condición de desarraigo, pues poco, o mejor dicho, nada me importa la posteridad. Veo mi pasado con simpatía y acepto felizmente que nunca estaré integrado a ninguna comunidad, y que todo esfuerzo que haga por lograrlo sería ilusorio. Siempre me ha sido imposible adaptarme a ambientes y pautas culturales invariablemente ajenas.

En la fotografía, mi tío Daniel, mi madre Nuria conmigo en brazos, y mis abuelos, Joan y Rosario. Primavera de 1950.

7 de marzo de 2009

¿Chupóptero o esnórquel?

Daniel Boldó es el único tío que tuve. Fue el hermano menor de mi madre, y mi padrino protector. Era bueno y cariñoso. Entre otras cosas, me enseño a atarme los cordones de los zapatos, a ir en bicicleta, a entender el fútbol, a jugar ping-pong y boliche, y a bucear con aletas y “chupóptero” —no sé porqué le llamaba así al esnórquel. (Chupóptero es alguien que vive de los demás, y esnórquel, un tubo para respirar debajo del agua.)

Cuando cumplí 15 años, el meu padrinet me enseñó —por si fuera poco— a manejar en su automóvil nuevo, un clásico Renault 8 Gordini modelo 64.