3 de octubre de 2010

La mejor escuela



Nunca fui un buen estudiante. Por eso y por una urgente necesidad empecé a trabajar desde muy joven. A finales de los años 60 tuve la fortuna de entrar a Ediciones Era, y al poco tiempo —sin apartarme del todo de la editorial— me hice aprendiz en Imprenta Madero. Conjugar ambos empleos, ensanchó, y mucho, mi particular horizonte. Fue la mejor oportunidad que pude encontrar para aprender un oficio y ampliar sensiblemente mis criterios estéticos y morales. Recuerdo lo activo, lo vital y alentador que era trabajar en aquel afamado espacio que compartían la editorial y la imprenta en Iztapalapa. En ese lugar se hacían los mejores libros, revistas, carteles y demás publicaciones culturales del país. Ahí comencé a descubrir la mayoría de mis múltiples vocaciones y aprendí muchas cosas importantes, pero sobre todo, aprendí a trabajar.

Hoy, después de 40 años, aún recuerdo la ejemplar integridad de mi querida amiga Neus Espresate y la silenciosa autoridad de Vicente Rojo. Todavía tengo pesadillas por causa de las conocidas broncas de Pepe Azorín, quien —debo reconocer— me formó profesionalmente y consintió más que a nadie. Pepe nos dejó, a mi madre, a mi hermano y a mí, vivir de gorra en la destartalada casa de la colonia del Valle donde estuvieron los antiguos talleres y oficinas de las dos empresas. En esa casona hice mis pininos “artísticos”, reciclando maculatura (pliegos mal impresos que se desechan por defectuosos), pedazos de maquinaria y demás basura industrial que quedó tirada cuando se mudaron la imprenta y la editorial.

Definitivamente, Era y Madero fueron la mejor escuela, la mejor universidad a la que pude asistir, y reconozco que mi paso por allí me dejó en una posición de privilegio ante la vida. Neus, Pepe y Vicente, más que unos jefes de intimidante capacidad, han sido para mí —como para muchos más— extraordinarios maestros que supieron trasmitir sus conocimientos y su pasión por el trabajo. Tampoco olvido las enseñanzas de Roberto Muñoz, impresor, e Hipólito Galván, encuadernador. Con ellos aprendí, además del oficio, la importancia del trabajo en equipo y el valor de la solidaridad.

En esos años me enganché a la política, como muchos otros jóvenes después del 68. Me volví activista revolucionario y viví casi una década como militante clandestino. Fue una época en la que la impaciencia me asaltaba y sentía que el tiempo me era insuficiente para cumplir con mi trabajo y la militancia. Período agitado y comunista que me llevó, entre otras cosas, a tomar la impulsiva decisión de abandonar la imprenta y dedicarme —sin aptitud ni vocación alguna— a la política y a estudiar Economía. Por supuesto nunca terminé la carrera. También abandoné la política, y pronto regresé a las artes gráficas y al trabajo editorial, ocupaciones que, de una u otra forma, nunca más he vuelto a soltar. Además, desde entonces, me dediqué a pintar, y seguí mi camino.

Hoy recuerdo mi militancia de izquierda con bastante extrañeza y lejanía, sin mayor nostalgia, ni idealización. Hice lo que me tocó hacer en aquél momento; simplemente creo que no tuve elección. Cuando las cosas hay que hacerlas, se hacen y punto. Fueron años de riesgo y sacrificio, de mucho trabajo, de intensidad y romanticismo. Hoy no sé si todo aquello sirvió de algo. Poco a poco, muchas de las convicciones que creía más firmes, empezaron a tambalearse, y algunas, definitivamente, se derrumbaron para siempre. De lo que estoy seguro es de que fui leal con las razones de ese tiempo, y de que la militancia y el trabajo, sobre todo el trabajo, me hicieron mejor persona. Desde entonces no existe para mi mejor forma de estar que trabajando. Me siento bien cuando estoy ocupado y me gusta vivir concentrado, entregado en cuerpo y alma a mis deberes, absorto en cualquier actividad productiva que me descubra en ella y me haga olvidarlo todo.