5 de noviembre de 2010

El lugar donde vivo



Vivo en un lugar como hay muchos otros en el mundo. Es una ciudad que ha crecido demasiado los últimos años pero que aún conserva la esencia provinciana. Su sociedad, conservadora y tradicionalista, está colmada de personajes de primitiva ambigüedad moral, tan prejuiciosos, como hoscos y desconfiados, por lo que ser diferente aquí, puede llegar a pagarse muy caro. Sin embargo, es un sitio donde te puedes concentrar en fecundo aislamiento, seguramente, porque no tienes demasiadas distracciones, y sí, muchas probabilidades de fracasar.

Nunca aspiré a una residencia ostentosa y valoro mucho la vida de barrio. Por eso, escogí una casa a orillas del casco antiguo, un refugio que he ido modificando poco a poco, según mi gusto y necesidades. Estoy rodeado de cúpulas, campanarios, plazas, jardines y estrechas calles adoquinadas, así como de viejas casonas de conservadas fachadas, engañosamente limpias, que esconden detrás de si una vida menos ordenada y feliz de lo que aparentan. Es un buen sitio para vivir —no tuve que viajar demasiado para darme cuenta, lo supe desde que llegué hace más de veinte años. Es bello, cómodo y sin ningún tipo de inclemencias, ni climáticas, políticas, económicas o sociales, ni siquiera culturales.

Querétaro es una ciudad aburrida, de una rutina imposible de evadir, “la capital del bostezo” la llama mi hermano. Hay algo exasperante en el ambiente, y creo que es el peligro de acostumbrarse a no hacer nada, a caer en el hastío, a consumirse en la monotonía. Si no te cuidas, te contagias, te pudres y acabas, indolentemente, aceptándolo todo. Lo más razonable para sobrevivir en este lugar y plantarle cara a la incertidumbre, es mantenerse activo, ocupado. Y eso es lo que procuro hacer.

Me establecí sabiendo el riesgo que corría. Mi madre —que me preparó desde niño para la aventura— me lo advirtió. Y a pesar de que el aburrimiento siempre ha sido el monstruo que más he temido, decidí quedarme, quizá por un urgente anhelo de sedentarismo y sensatez. Me instalé para sentar cabeza —no sé si lo habré logrado—, para sembrar raíces, como se dice; para establecer costumbres y arraigos que no tuve en mi infancia y juventud. Pude haber elegido cualquier otra parte, pero me quedé aquí, varado como ballena vieja, cuidando las cosas que he ido acumulando; metido en mi estudio y en mi computadora, que son todo lo que necesito para concentrarme, además de un poco de silencio y de orden.

Mi casa-taller combina lo doméstico y lo profesional; es una coraza que me aísla del mundo. Está organizada por áreas más o menos separadas, pero, sobre todo, subordinadas al trabajo. Debo reconocer que con respecto a mi taller sufro una gran dependencia, pues es el espacio que más ocupo de la casa, donde mejor estoy, donde trabajo todos los días y me ocupo de mis cosas para no sentir que el tiempo se me escapa inútilmente —los que provenimos de familia obrera tenemos muy arraigada la disciplina y el sentido de responsabilidad. A veces, me “pongo en forma” y peloteo sobre un muro de mi estudio, y si es el momento, me aplico al único vicio que tengo: ver por televisión los partidos de mi querido Barça. Tampoco soy de mucha vida social y me cuesta bastante el trato con los demás.

Algunas tardes, cuando termina el día —sobre todo durante los innumerables puentes y períodos vacacionales en que no hay nada que hacer, salvo matar el tiempo (horrible expresión), Esmeralda, mi mujer, y yo, aprovechamos los últimos rayos de sol para caminar sin rumbo, aunque casi siempre terminamos en el mismo punto: sentados en una banca de la plaza principal, mezclados con los lugareños y los turistas en una especie de sopor taciturno, casi animal, bajo un apacible e intensísimo cielo azul en el ocaso.

Aquí soy feliz, la verdad. Lo he sido durante mucho tiempo. Llevo una vida fácil que me permite —entre la tranquilidad y la irritación— mirar hacia delante sin demasiada angustia. Y si bien a momentos me siento atrapado por una realidad demasiado banal, y me gustaría tener otros estímulos más cosmopolitas, aquí quiero seguir, aquí me quedo, a decir lo que pienso, y a esperar el fin de todos los tiempos. A fin de cuentas, estoy satisfecho con mi suerte, logré lo que quería: arraigarme en un lugar de privilegio.


1 de noviembre de 2010

De memoria



De memoria sólo me sé el padrenuestro y el himno nacional, aunque no crea en Dios ni en la Patria.