
Pasé mi infancia a saltos entre México y Guatemala. A ratos, criado en libertad casi salvaje por mi madre, mujer romántica y aventurera, y a ratos, educado y sobreprotegido por unos abuelos responsables y cariñosos, pero aburridos y convencionales. Fui un niño introvertido, un poco tristón y solitario, aunque nunca llegué a sentir —claro está— como mis mayores, la ansiedad del destierro. Sin embargo, mi niñez estuvo marcada por los prolongados alejamientos de mi madre y mi hermano, la proximidad mimosa y condescendiente de mi tío, los aspavientos dramáticos de mi abuela y —ahora me doy cuenta— la profunda melancolía de mi abuelo por su vida en Barcelona. Crecí con ellos, y con mis maestros de escuela, la mayoría, tristes exiliados de la guerra civil española.
En la fotografía: mi madre, mi hermano Ramiro, y yo, Guatemala, 1954.