
Nunca fui buen estudiante. Por eso, y por una apremiante necesidad, tuve que empezar a trabajar en la adolescencia. Mi primer empleo importante fue de obrero y aprendiz en una conocida imprenta y editorial de la Ciudad de México, donde inicié mi verdadera formación profesional. Ahí aprendí de Neus Espresate, “Pepe” Azorín y Vicente Rojo mucho más que el oficio de las artes gráficas.
En ese tiempo me enganché también a la política. Igual que muchos otros jóvenes, después del 68, me volví activista revolucionario de tiempo completo y viví casi una década en absoluta entrega como un militante clandestino. Fue una época agitada y comunista que me llevó, entre otras cosas, a estudiar Economía sin aptitud ni vocación alguna. Abandoné la carrera a la mitad.
Cuando la lucha terminó, empecé a pintar y seguí mi camino. Hice lo que me tocó hacer en aquél momento. Hoy recuerdo esos días con bastante extrañeza y lejanía, sin mayor nostalgia, ni idealización. Simplemente, creo que no tuve elección. Cuando las cosas hay que hacerlas, se hacen, y ya. Fueron años de riesgo y sacrificio. De mucho trabajo, de intensidad y romanticismo. Todavía no sé si todo aquello sirvió de algo. Poco a poco, muchas de las convicciones que creía más firmes, empezaron a tambalearse, y algunas, definitivamente, se derrumbaron para siempre. De lo que estoy seguro, es de que fui leal con las razones de aquel tiempo, y de que el trabajo y la militancia me aproximaron verdaderamente a la gente. Sobre todo a mi madre, que fue la más radical de las personas que he conocido, y con quien siempre tuve una espinosa relación, pero que al final se volvió muy estrecha; un poco tardía, quizá, pero muy buena.