
Tendría trece o catorce años cuando, por fin, me atreví a confesarle mi amor a mi vecinita. Esa misma tarde que nos hicimos novios, mi madre —que era una mujer impulsiva— lo primero que dijo regresando a casa, fue, “nos vamos mañana”. Decidí no despedirme de mi enamorada, me pareció cruel y ridículo. Nunca más supe de ella, tampoco supe el motivo del arrebato de mi madre, pero si sé que fue el comienzo de una nueva vida.