
Recordar es celebrar, pero también una obligación moral para poder contar a quienes han llegado después lo que uno ha vivido y ha aprendido.
Memoria/Ficción/Imaginario personal


El único presentimiento que he tenido en la vida se cumplió una tarde que sonó el timbre de casa. Sobresaltado y seguro de quien era, le abrí la puerta a mi abuelo que hacía tiempo no veía. Semanas antes —sin comentarlo con nadie— ya presentía su llegada. Venía para convencer a mi madre de que me dejara volver a México. Aquella noche, mi abuelo y yo, dormimos abrazados en un triste cuarto de hotel en Guatemala. Fue la última vez que le vi. Un año después —esta vez sin presentirlo— abrí la misma puerta para recibir un telegrama que anunciaba su muerte.

El interés que algunas cosas despiertan en nosotros es quizá porque nos ayudan a reconstruir una especie de memoria abstracta, erosionada por el tiempo. Ciertos objetos, como las fotografías, le dan forma a nuestro pasado, a nuestra memoria.


El paso del tiempo es inevitable, y triste cualquier intento por recuperar el pasado. No he dejado de extrañarte un solo día.
En el muelle de Puerto Barrios, Guatemala, recogía con mi amigo Chang unas enormes pencas de banano. La fruta, aún verde, era demasiado madura para ser transportada en barco, y la compañía United Fruit no tenía más remedio que regalarla o tirarla al mar. Chang era un simpático chinito que trabajaba en la panadería de su padre haciendo exquisitos pasteles de plátano. Nunca me dejó verle cocinar porque decía que yo tenía una mirada tan fuerte que cortaba la masa. En ese tiempo vivíamos en unas barracas junto a la torre de control de un destartalado aeropuerto. En su pista, donde nunca vi aterrizar un solo avión, yo andaba en bicicleta y perseguía lagartijas y culebras para reventarlas a pedradas.
Cuando era adolescente y vivía en Guatemala subí al Volcán de Agua. Ahí, un fantasma se me apareció de madrugada. Ascendía el Volcán de Fuego, e hizo erupción; bajé corriendo y llegué con los pantalones destrozados. En la cima del Pacaya, me golpeó en la cara y en el pecho una lluvia horizontal de piedra pómez.
Conocí La Castañeda, en Mixcoác. No sé porque razón mis maestros de primaria del Colegio Madrid consideraban formativo que niños de 10 a 12 años visitáramos aquel impresionante lugar de locura y encierro. En ese manicomio eran aislados: maniaco depresivos, epilépticos, autistas, enfermos con síndrome de Down, dementes seniles, alcohólicos y sifilíticos en etapa avanzada. El hoy casi olvidado edificio construido por el gobierno de Porfirio Díaz para albergar todos los horrores de la psiquiatría de la época fue derruido en 1968 y asentado en su sitio un populoso espacio habitacional.
Pasé mi infancia a saltos entre México y Guatemala. A ratos, criado en libertad casi salvaje por mi madre, mujer romántica y aventurera, y a ratos, educado y sobreprotegido por unos abuelos responsables y cariñosos, pero aburridos y convencionales. Fui un niño introvertido, un poco tristón y solitario, aunque nunca llegué a sentir —claro está— como mis mayores, la ansiedad del destierro. Sin embargo, mi niñez estuvo marcada por los prolongados alejamientos de mi madre y mi hermano, la proximidad mimosa y condescendiente de mi tío, los aspavientos dramáticos de mi abuela y —ahora me doy cuenta— la profunda melancolía de mi abuelo por su vida en Barcelona. Crecí con ellos, y con mis maestros de escuela, la mayoría, tristes exiliados de la guerra civil española.
En el fondo, nadie nos enseña nada. Y digo esto, quizá, por que soy autodidacta y porque creo en la importancia de aprender de uno mismo. En cuanto a los padres, en general, pienso que no saben educar, pues protegen demasiado a sus hijos. Yo aprendí más en el trabajo, de mis jefes, y de algunos desconocidos. Pero, sobre todo, aprendí de la vida; de joven me fascinaba la calle aunque ahora la deteste. Ahí, me llené de aventuras y de experiencia. Aprendí mucho más vagabundeando que en todas las escuelas por las que pasé.
Nunca fui buen estudiante. Por eso, y por una apremiante necesidad, tuve que empezar a trabajar en la adolescencia. Mi primer empleo importante fue de obrero y aprendiz en una conocida imprenta y editorial de la Ciudad de México, donde inicié mi verdadera formación profesional. Ahí aprendí de Neus Espresate, “Pepe” Azorín y Vicente Rojo mucho más que el oficio de las artes gráficas.
No sé porque le llamaban “canallera” al lugar donde nos llevaban castigados en el colegio. El sitio era una galería de cristal que vestibulaba el “Castillo” del viejo Colegio Madrid, en Mixcoác. Siempre me extrañó el término, sobre todo porque sus maestros eran muy castizos, o sea, muy preocupados por preservar la pureza del castellano. El caso —y es a lo que voy— es que si por canalla entendemos una persona ruin o vil, me parece desproporcionado que se llamara así a aquel espacio de aislamiento y corrección infantil.
Mis primeros recuerdos infantiles se remontan a vaporosas imágenes y sensaciones, terrestres y acuáticas, en Livingston, Guatemala. Pueblo de pescadores mestizos, africanos y americanos, en la bahía de Amatique. Lugar de exhuberancia tropical, donde imperaba la vida salvaje, y que se mezcla en mi memoria con la figura de un padrastro cruel y autoritario. Conservo de ese tiempo, el recuerdo de mis primeras aproximaciones a la libertad y el inicio de mi afición de siempre por el café con leche y el pan dulce.
De vez en cuando me gustaría despertar al sereno, abrigado sólo por la naturaleza. Quisiera amanecer en el campo y revivir la aventura de cocinarme un par de huevos en la hoguera. A veces necesito pisar la realidad y observar en silencio el paisaje, las plantas, los animales. A veces, me hace falta un lugar donde se pueda estar en paz y respirar aire fresco.
La verdad que tengo pocas, por no decir que ninguna preocupación metafísica. Sin embargo, y a pesar de dudar de la existencia de Dios, y confiar relativamente poco en la ciencia, sí creo en la suerte y en los presentimientos, o quizá mejor dicho, en la intuición. Tengo, además, cada vez más en claro la certeza de que la vida es bastante absurda e inesperada, y de que todo es, en cierta forma, un mero e inexplicable accidente.
Mi madre no era precisamente una madre cariñosa. Sin embargo creo que no me afectó demasiado, más bien fue al contrario. Había en ella algo muy bueno, algo que me dio mucha seguridad y mucha libertad, lo contrario de mis abuelos, que fueron bondadosos y protectores, pero poco me dejaban aprender por mí mismo.
Mi abuela vivía atenta a todo lo que pasaba a su alrededor. Me vigilaba sin que me diera cuenta y era excesivamente severa con sus regaños. Todo en ella era exagerado, su ternura y sus enojos. También era muy coqueta, y muy graciosa. Casi siempre estaba de buen humor, pero cuidado y te tocara su temperamento explosivo. Estando de buenas me llamaba "el rei de la yaya", pero si le salía el mal genio, invariablemente, acababa gritándome.
Daniel Boldó es el único tío que tuve. Fue el hermano menor de mi madre, y mi padrino protector. Era bueno y cariñoso. Entre otras cosas, me enseño a atarme los cordones de los zapatos, a ir en bicicleta, a entender el fútbol, a jugar ping-pong y boliche, y a bucear con aletas y “chupóptero” —no sé porqué le llamaba así al esnórquel. (Chupóptero es alguien que vive de los demás, y esnórquel, un tubo para respirar debajo del agua.)
Mi abuelo me enseño algunas labores artesanales hoy casi olvidadas. Con él, aprendí a usar el ábaco, a reconocer algunas tipografías, y a corregir páginas y galeras usando los signos convencionales. Entre muchas otras cosas, también me enseñó a colorear reproducciones de antiguas xilografías, como ésta de San Jordi, y que él mismo imprimía con gran cariño para regalar a sus amigos.

"...visité el asilo de ancianos del Sanatorio Español, donde vivió sus últimos días mi bisabuela, una viejita enferma y lunática que sólo vi una vez, pero que nunca he olvidado."
Poco antes de morir, mi abuelo me regaló su pluma estilográfica. La guardo sobre mi mesa de trabajo, repleta, por cierto, de fetiches y demás objetos en desuso. Está dentro de un tarro, entre lápices y pinceles. Como no la uso, se le seca siempre el depósito de tinta y la plumilla.
Una fotografía atrapa de alguna forma lo perdido. Siempre hay un cierto interés enfermizo, implícito en lo estático, en el tiempo detenido.